Imaginaos por un momento que no existiese la propiedad privada y que las tierras para el cultivo se adjudicasen cada cuatro años a un aparcero nuevo. Imaginaos que el primer agricultor decide plantar en el terreno que le han otorgado, pongamos por caso, kiwis. El negocio empieza a ir bien pero, cuando ya se está asentando en el mercado, después de la siembra del cuarto año, el terreno le es transferido a un nuevo labrador que resuelve extraer las simientes del kiwi para plantar tomates. Aunque tenga que empezar a introducirse en el mercado desde cero, está convencido de que el tomate será más rentable que el kiwi. No obstante, cuando está consiguiendo de nuevo asentarse, la finca es cedida a otro agricultor que remueve la tierra otra vez para sembrar, por ejemplo, maíz… y así sucesivamente.
1) Está claro que nunca lograrán establecerse en el mercado.
2) Los productos no tendrán una calidad óptima debido a la inexperiencia y brevedad de los distintos cultivos.
3) El campo se deteriorará poco a poco hasta quedar inservible para el laboreo por culpa de tantos y tan dispares cultivos.
Pues me he fijado que eso mismo es lo que pasa en todos los países del mundo con la Cultura: cada cuatro años (a veces un poco más) llega un Gobierno nuevo con su propia estrategia cultural que, creyendo que descubre la dinamita, arranca la plantación anterior para sembrar lo que, a su juicio, le parece más oportuno. Resultado: exactamente el mismo que el expuesto para la agricultura.
La Cultura y la Educación son asuntos muy serios con los que no se puede experimentar. Son valores, conocimientos y expresiones tradicionales patrimonio común de los pueblos, que pertenecen a todos y que, por lo tanto, deberían ser consensuados por todos. Lo correcto sería abolir de todos los gobiernos del mundo los ministerios, consellerías, concejalías, gabinetes y carteras de Cultura y Educación —que se dedican más a deshacer que a hacer— y consensuar, por una amplia mayoría de al menos 2/3 del Parlamento, órgano donde todos estamos representados, la política educativa y cultural para lograr que ésta sea común y permanente en el tiempo, que consiga crear industrias sólidas y enriquezca a los usuarios últimos: los ciudadanos.
En cualquier caso, si esto fuera imposible, habría que recordarles más a menudo a todos los consejeros y ministros de Cultura y Educación del mundo que el terreno en el que realizan sus experimentos no les pertenece, pues son tan sólo unos simples arrendados. El terreno es propiedad privada del pueblo que les ha elegido.
Sed felices.
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